miércoles, 7 de febrero de 2018

“No explicable científicamente por las leyes naturales”. 11 de febrero.

El milagro de la aparición de Ntra. Sra. De Lourdes.
Siempre he pensado en lo afortunada que fue Bernardita Soubirous por poder ver en persona a la Virgen María, pero también al mismo tiempo me estremece la gran responsabilidad que lleva consigo un hecho de esta categoría.
El 11 de febrero de 1858, la Virgen María se aparecía a la niña Bernardita Soubirous. Dieciocho veces fue el número de apariciones, en la gruta de Massabielle.

Decía Bernardita “Tan bella que cuando se la ha visto una vez, se querría morir para volverla a ver”. El 8 de diciembre de 1854, el Papa Pío IX había definido el dogma de la Inmaculada Concepción de María y un año después es la misma Virgen quien ratifica la advocación.  

¿Cómo fue todo este proceso de las apariciones y como llega la Iglesia lo reconoce como cierto y verdadero? Si me siguen estos días hasta el 11 que es la festividad tratare de contarlo lo más sencillo posible.

Comienza así el relato:
En la casita del pobre y honrado molinero Francisco Soubirous, vecino de Lourdes, no había leña para preparar la comida el jueves 11 de febrero de 1858, y Luisa, la hacendosa dueña de la casa, dijo a María, su hija segunda: “Vete a recoger leña seca por las orillas del Gave o en el bosque”. El Gave es el río que atraviesa Lourdes, tan famoso ya desde la citada fecha. Hacía mucho frío, el cielo estaba plomizo y encalmado el ambiente. La hermana mayor de María, se llamaba Bernardita, en esos momentos llegó del campo donde hacía de pastora en casa de unos buenos labradores. Era débil y delicada, sumamente inocente y sencilla, y toda su ciencia se reducía a saber rezar el rosario. Luisa Soubirous no se atrevía a dejarla salir a causa del frío, pero tanto insistieron su hermana María y la vecinita Juana Abadíe que al fin consintió en que las acompañara.

Caminando las tres amiguitas a lo largo del riachuelo en busca de leña, llegaron a eso del mediodía a una grupa natural excavada en la roca y conocida en el país con el nombre de Massabielli. No iba el Gave crecido, y Juana y María se descalzaron y lo pasaron. Se dispuso hacer lo mismo Bernardita para seguirlas, cuando le pareció oír a su espalda como un ruido de un viento huracanado que de repente se levantaba en la pradera vecina. Volvió instintivamente la cabeza y quedó sorprendida al notar que no se movía ni una hoja de los árboles que bordeaban el Gave. “Me habré equivocado” – se dijo, y siguió descalzándose.
Pero nuevamente llegó a sus oídos el ruido del viento huracanado, y al volverse otra vez Bernardita en la dirección de donde parecía venir, apagó en su garganta la exclamación que quiso salir de su boca, se puso a templar llena de emoción, se le doblaron las piernas y cayó de rodillas, puestos los inmóviles ojos en la celeste aparición que la deslumbraba. Encima de la Gruta, en un nicho natural de la roca, estaba de pie, envuelta en celestiales resplandores, una señora de belleza incomparable.

Desde el primer momento de su pasmo, echó la niña mano de su rosario y quiso hacer la señal de la cruz, pero no pudo levantar el brazo por el temblor que agitaba todo su cuerpo. Más la Aparición como animarla en su propósito, con dulcísima gravedad trazó sobre sí misma la señal sagrada y Bernardita, ya sin dificultad, la imitó y se puso a rezar el rosario.
No era la visión una forma vaga, tenía la de un cuerpo humano bien definido, era una persona viva, diferente de las demás por la aureola luminosa que la envolvía y por el resplandor como divino que de todo su ser emanaba. Era de mediana estatura y de juvenil aspecto y reunía en su persona el candor de la niña, la pureza de la virgen , la ternura de la madre y el respeto y majestad que producen la edad y la soberanía. Fluía de su rostro una gracia infinita, y de sus ojos azules y de sus coralinos labios parecían brotar a raudales la dulzura y la bondad.

La sencillez de sus vestidos, más blancos que la nieve, daba aún mayor realce a su magnificencia. Por bajo la orla de su túnica amplia y rozagante, aparecían los pies desnudos, entre cuyos dedos se abrían dos rosas bellísimas que brotaban de la rama del rosal silvestre que pisaba. En el talle ceñía un cinturón del más puro azul celeste anudado por delante con sencilla lazada que colgaba hasta más debajo de las rodillas. Se cubría la cabeza con un velo de inmaculada blancura que descendía en amplios y graciosos pliegues hasta tocar el suelo.
Tenía las manos juntas sobre el pecho y entre sus dedos iba desgranando las cuentas de un rosario, blancas y bellas como gotas de leche, pero no movía los labios. No rezaba propiamente, pero parecía invitar a hacerlo. Se diría que escuchaba el murmullo dulcísimo de la salutación angélica que de todos los ámbitos del mundo sube incesantemente a los cielos como suspiro amoroso, como doliente gemido, y como súplica llena de esperanzas y de anhelos.

Ya no sentía miedo Bernardita. Con los ojos fijos en la Señora iba rezando el rosario, y cuando lo hubo terminado desapareció la visión. La Virgen vestida de luz se eclipsó y subió a su trono de la gloria.
La escena que acabamos de describir, había durado un cuarto de hora, y no sabemos, porque la niña pudiese apreciar el tiempo transcurrido, sino habida cuenta de que pudo rezar una aparte del rosario. Vuelta a la realidad, se descalzó Bernardita y atravesó el río ¿No habéis visto nada? – preguntó a las dos compañeras, ¿y tú has visto, acaso, algo raro? – Interrogaron a su vez, al notar la turbación que mostraba Bernardita - “Si nada habéis visto, nada tengo que deciros” –replicó ella con tranquilidad-. Y recogiendo los haces de leña se volvieron para su casa. Despertada la curiosidad de Juana y María, acosaron a Bernardita con preguntas mientras se volvían, y al fin les declaró que había visto una señora hermosísima vestida de blanco, con todos los detalles de la Aparición, pero encomendándoles que no dijeran nada.

Cuenca, 7 de febrero de 2018
José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico

Historia contada según el libro de Festividades del año litúrgico. Editado en Zaragoza. 1945

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